– El presidente quiere hablar con usted.
– ¿Qué presidente?
– El presidente del país?
– ¿Y si yo no quisiera hablar con él?
– Yo creo que eso no le convendría a usted.
– ¿Por qué podría hacerme daño?
– No tendría por qué ser a usted personalmente.
– ¿Podría hacerle daño a algún miembro de mi familia?
– Espero que no sea necesario.
– Entiendo. Iré con usted a ver al presidente.
– Decisión acertada.
El trayecto se realiza totalmente en silencio. En el coche, además del conductor y el hombre que me abordó y ha hablado conmigo, van otros dos hombres fornidos, y yo, sentado en medio. Ninguno tiene nada más que decir, pues su misión se está cumpliendo, yo tampoco tengo nada más que decir, pues el viaje se me está imponiendo.
No sé si vamos a ir en coche hasta la capital o si vamos a algún aeropuerto a tomar un avión. Estamos lejos de la capital. Efectivamente, pronto llegamos a un aeropuerto. Subimos a un avión pequeño, de los que se ven en las películas, utilizado por hombres y mujeres con poder. Obviamente es la primera vez que yo subo a uno de estos aparatos.
Hay más hombres fornidos y una azafata muy amable que me ofrece zumos y bebidas cada diez minutos. Siento una profunda tristeza al pensar que esta amabilidad solo existe porque alguien con poder lo determina, tal vez para sentirse menos odioso por violar mi libertad y obligarme a algo que sabe que yo no habría aceptado voluntariamente. Esta amabilidad no es personal, no es porque ellos sean así de amables ni porque yo se lo inspire; esta amabilidad es profesional, parte de su trabajo, del que responden ante quien les paga, y no solo con su sueldo.
Cierro los ojos y me voy relajando; de todas formas, ellos no parece que vayan a hacer nada más respecto a mí, y yo no puedo hacer nada respecto a ellos.
Sueño. Sueño que el día ha llegado, que para esto me he estado preparando durante mucho tiempo. Ya hemos guerreado, ya hemos muerto y matado muchas veces. Ya hemos movido la energía llamada dinero, cambiando los gobiernos y la vida de miles de personas; ya hemos movido la energía llamada pensamiento para crear nuevas concesiones confiando en que fueran mejores que otras veces. Ahora corresponde mover la energía llamada sentimiento para intentar llegar al alma individual, y desde ahí, al alma universal. Pero, ¿por qué yo?
Despierto sobresaltado. Estamos aterrizando. Hemos llegado a nuestro destino. Bajamos del avión, subimos al coche, y comienza a llover. El coche se desliza sobre el asfalto, el coche es bueno y el conductor sabe conducirlo. La lluvia es solo llovizna, el trayecto es fluido, llegamos pronto. Un mayordomo con un gran paraguas y a mí no me cae ni una gota de agua encima.
– Bienvenido.
– Es un decir.
– ¿Qué significa?
– Que es difícil sentirme bien recibido cuando alguien me ha traído a la fuerza.
-¿Le han puesto una mano encima?
– No. Tranquilo. No riña a su hombre, que ha hecho muy bien su trabajo. No me ha golpeado ni agredido físicamente en forma alguna. Solo con sus palabras y gestos me ha indicado con total rotundidad que no tenía elección, no podía negarme a venir porque usted así lo quiere, y él y los demás están para cumplir sus órdenes.
– Lamento que lo haya vivido así.
– Yo también.
– En realidad lo único que quiero es hablar con usted.
– ¿De qué?
– Es complejo, no sabría resumírselo en pocas palabras. Tendrá hambre, ¿le parece bien que cenemos?
– ¿Cómo rechazar tan amable invitación?
– Le aseguro que en ningún momento les he indicado a mis hombres que lo asustaran. ¿Podría haberme negado a venir?
– Me alegro de que esté aquí.
– ¿Podría haberme negado a venir?
– No veo ninguna razón para negarse.
– Por tercera y última vez, ¿podría haberme negado a venir?
– Sí, supongo que sí.
– O no. Bueno es una opción yo no había contemplado.
– Gracias por su sinceridad. Y usted, señor Jefe de Seguridad, no se preocupe; sé que usted no tiene nada personal contra mí, que estaba haciendo su trabajo. Si el Señor Presidente se lo permite a usted y me lo permite a mí, le ofrezco mi manu y mis respetos.
Sorprendido el hombre mensajero toma mi mano y aprieta con firmeza, pero sin agresividad. Me sorprende ver que el personal de cocina ha preparado una saludable y sabrosa cena vegetal, y me sorprende aún más que el Presidente vaya a cenar lo mismo que yo.
– ¿Querrá usted hablar conmigo?
– Me está usted obligando a hacerlo.
– ¿Así lo siente?
– Así lo siento.
– ¿Cómo podemos remediar esta situación? – Dejándome marchar.
– ¿Sin hablar?
– Si usted insiste en presionarme, yo le diré, por agradarle y salir de esta incómoda situación, lo que deduzco que usted quiere oír. ¿Ese es su objetivo?
– No, verdaderamente ese no es mi objetivo. – Su objetivo es que yo sea sincero y le diga abiertamente lo que pienso y siento, ¿es así?
– Sí ese en mi objetivo.
– Entonces señor Presidente, esta conversación hay que enfocarla de otra manera.
– Sí, está claro que sí. ¿Qué propone?
– Primero, que no tenga usted prisa. Ya sé que su tiempo es muy valioso, pero la lechuga no crece más deprisa porque tiremos de sus hojas hacia arriba.
– Es cierto.
– Segundo, necesito saber cómo ha llegado usted a la conclusión de que lo que yo pueda decirle va a ser bueno para usted, para mí, y para nuestro país.
– A eso sí le puedo contestar con facilidad. Entre mis colaboradores más cercanos hay una persona, varias personas, que le conocen a usted. Y cada una de ellas me ha asegurado que usted es una persona sincera, que me va a decir la verdad, su verdad, aunque pueda no gustarme. Iintrigado e impresionado por estas referencias he estudiado su biografía. Le pido disculpas si le parece una intrusión.
– No me parece intrusión. Mi vida, como la de todos, es vivida en relación con otras personas, así que no es algo tan privado. Mi obra está publicada para ser leída. O sea, que si alguna vez fue privada, ya hace tiempo que pasó, por propio deseo de su autor, a hacerse pública. Así que no hay intrusión.
– Le agradezco su comprensión.
– ¿Qué quiere de mí?
– Mantener una conversación sin tapujos ni cortapisas, para comprobar que es la persona que necesito. Y si es así, agradeceré que me asesore sobre unas cuantas cuestiones.
– Tal vez usted pueda mantener esa conversación qué dice. Pero ¿cree que yo puedo sentirme libre, confiado y respetado, para expresarme con sinceridad, ante varios guardias, camareros y este sofisticado equipo de grabación?
– Dicho así.
– Así es como lo estoy viviendo.
– ¿Entonces…?
– Puedo hablar y decirle lo que supongo que usted quiere escuchar, para que no haga daño a mi familia. O me deja marchar sin amenazas, trabas, ni compromisos, me dice un número de teléfono personal, y cuando yo tenga confianza de hablar con usted, le llamaré y hablaremos.
-¿Y si eso no llega a producirse.
– Pues no habrá conversación. Si lo hubiera sin que se den las condiciones, ¿de qué serviría? estaríamos como ahora.
– Así es. Me gustaría que usted confiara ya en mí, pero entiendo que la confianza no se puede imponer.
-Eso es, la confianza solo se puede ganar, merecer y corresponder.
– De acuerdo. Creo que hemos tenido una muy provechosa primera conversación.
– Si así lo siente de verdad, me alegro mucho, porque significa que estamos dando un primer paso en esa construcción de confianza.
Pasó el tiempo, los días se hicieron semanas, las semanas se hicieron meses, y el Presidente se impacientaba. Muchas veces sintió el impulso de enviar a sus hombres a buscarlo, pero recordó el acuerdo, comprendió que era justo, y se mantuvo fiel a lo acordado. Procuró mantenerse tranquilo, esperando, aceptando.
Un día sonó el teléfono.
– Hola, buenos días, soy yo.
– Lo sé. Me alegra que me llame.
– Creo que hablar con sinceridad, sin miedo, desde la libertad, es algo que le puede venir bien a usted, a mí, y a nuestro país.
Sat-Chellah Juan Antonio Rubio